En un sentido general, puede afirmarse que una estrella es
todo objeto astronómico que brilla con luz propia. En términos más técnicos y
precisos, podría decirse que se trata de una esfera de plasma que mantiene su
forma gracias a un equilibrio de fuerzas denominado equilibrio hidrostático. El
equilibrio se produce esencialmente entre la fuerza de gravedad, que empuja la
materia hacia el centro de la estrella, y la presión que ejerce el plasma hacia
fuera, que, tal como sucede en un gas, tiende a expandirlo. La presión hacia
fuera depende de la temperatura, que en un caso típico como el del Sol se
mantiene con la energía producida en el interior de la estrella. Este
equilibrio seguirá esencialmente igual en la medida de que la estrella mantenga
el mismo ritmo de producción energética. Sin embargo, como se explica más
adelante, este ritmo cambia a lo largo del tiempo, generando variaciones en las
propiedades físicas globales del astro que constituyen la evolución de la
estrella.
Estas esferas de gas emiten tres formas de energía hacia el
espacio, la radiación electromagnética, los neutrinos y el viento estelar y
esto es lo que nos permite observar la apariencia de las estrellas en el cielo
nocturno como puntos luminosos y, en la gran mayoría de los casos, titilantes.
Debido a la gran distancia que suelen recorrer, las radiaciones
estelares llegan débiles a nuestro planeta, siendo susceptibles, en la gran
mayoría de los casos, a las distorsiones ópticas producidas por la turbulencia
y las diferencias de densidad de la atmósfera terrestre (seeing). El Sol, al
estar tan cerca, no se observa como un punto, sino como un disco luminoso cuya
presencia o ausencia en el cielo terrestre provoca el día o la noche,
respectivamente.
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